Consagraciones

Consagraciones

I. Teología sobre la consagración

La consagración es una dedicación, es la oportunidad de poner en las manos de Dios lo que por justicia le pertenece, es decir, la creación entera y todas sus realidades. Dios queriendo llevar a cabo su designio de salvación ha puesto toda la creación material en las manos del hombre, “rey de la creación”; pero éste, dejándose arrastrar por las insidias del demonio pecó gravemente, de modo que “por el pecado original el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre [y sobre el mundo], aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña ‘la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo’ (Cc. de Trento: DS 1511, Cf. Hb 2,14)” (CEC 407). Así pues, el hombre por su pecado ha ido arrancando el Señorío de Dios sobre la creación, y Dios “ha ido perdiendo” lo que por derecho le pertenecía. El diablo a través del pecado se ha ido enseñoreando del hombre y ha ido “imponiendo su ley” en las realidades humanas.

Por tanto, si queremos devolver a Dios lo que por justicia le pertenece debemos entablar este combate espiritual, que consiste esencialmente en la conversión auténtica de cada uno. No podrá haber cambio en las realidades humanas, incluidas las estructuras sociales, sin este combate personal, que por otro lado, no se puede librar sin la ayuda divina.

Hemos de utilizar todos los medios espirituales a nuestro alcance: las obras de piedad: la oración, la recepción de los sacramentos (confesión y comunión frecuente), etc.; las obras de penitencia (actos de autodominio, ejercicio de virtudes morales), y sobre todo las obras de misericordia.

Las consagraciones al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María son una obra de piedad, una oración explícita y puntual en la que reconocemos que queremos ser de Dios y en la que le decimos que aceptamos que Él sea el Señor; en la que le pedimos que “venga a nosotros su reino”, de modo que no reine en mi vida el egoísmo, el orgullo, la soberbia, sino su amor y su voluntad.

Una auténtica consagración lleva consigo el deseo y la voluntad firme de salir del pecado y la determinación de luchar con él; implica el compromiso de trabajar por la instauración del reino de Dios, en mi vida, en mi familia y en mi entorno social. La Consagración no es una oración mágica que va a cambiar mi situación y la de México con el simple hecho de pronunciar una fórmula. Ésta implica una preparación y un compromiso muy profundo, que involucra la conciencia del combate espiritual contra los enemigos del alma: la mentalidad del mundo egoísta, la sensualidad y el demonio.

No podría reinar Jesús y su divino Corazón, ni el Inmaculado Corazón de su Santa Madre, si siguen reinando en mi vida mis intereses personales, mis deseos de protagonismo, de ventaja, de fama, de enriquecimiento ilícito, de poder, etc.

Si soy consciente de lo anterior, entonces, vale la pena hacer esta oración de consagración, que como todo sacramental, es un signo sensible que “no confieren la gracia del Espíritu Santo a la manera de los sacramentos, pero por la oración de la Iglesia preparan a recibirla y disponen a cooperar con ella” (CEC 1670). Éstos harán que “los acontecimientos de la vida sean santificados por la gracia divina que emana del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, de quien reciben su poder todos los sacramentos y sacramentales, y que todo uso honesto de las cosas materiales pueda estar ordenado a la santificación del hombre y a la alabanza de Dios” (SC 61).

Los fieles laicos pueden hacer esta consagración por y para si mismo o por y para su familia, (como se explicará adelante), porque se trata de un sacramental que procede de la gracia bautismal, porque todo bautizado está llamado a ser una “bendición” (cf. Gn 12,2) y a bendecir (cf. Lc 6,28; Rm 12,14; 1P 3,9). Por eso los laicos pueden presidir ciertas bendiciones (cf. SC 79; CIC can. 1168).

Sin embargo, las bendiciones que afectan más la vida eclesial y sacramental toca presidirlas a los ministros ordenados (cf. De benedictionibus, 16,18), pues han recibido la potestad a través del sacramento del orden para ejercer este ministerio; ellos pueden consagrar también los territorios y las comunidades a ellos encomendadas.

Así pues, animar a una comunidad a hacer esta oración, podría ser un motivo de renovación parroquial; tomando conciencia de que hemos de devolver a Dios lo que es de Dios, renunciando a toda esclavitud y trabajando para alcanzar la libertad de los hijos de Dios.

Consagrar una parroquia es recordarnos que toda su labor pastoral (litúrgica, profética y social) debe purificarse de todo lo que no lleva a Dios y poner cada acción en el Corazón de quien sabemos nos ama; es purificar la intención de todo lo que hacemos; es decirle a Dios que, aunque ha sido “sacado” de numerosos ambientes, esta parroquia y esta feligresía son de Él (directamente o a través de María) y que haremos todo para que Él reine aquí. Es, como se hace en la renovación de las promesas bautismales: renunciamos a satanás, a sus obras y seducciones, y al mismo tiempo confirmamos nuestra Fe en la existencia y acción real y providente de nuestro Señor. En fin, la oración de consagración es decirles a Dios Trino y a María, “esta es su casa”, tomen posesión de ella hoy y siempre, y ayúdenos a ganarnos la morada que nos tienen preparada y en la que quieren que vivamos con ustedes para toda la eternidad.

  1. Esta consagración no se refiere a la consagración de lugares como es el edificio parroquial (cfr. Cc. 1217 ss.; 1205-1213).

II. La Iglesia y los tipos de consagración personal

Los más conocidos son tres:

  1. La primera es la Consagración por un sacramento. – En esta consagración interviene la voluntad del hombre (personal o de quien ejerce la patria potestad sobre el sujeto) y la gracia sacramental. El hombre voluntariamente se pone en las manos de Dios, pero su voluntad no basta, Dios es quien lo consagra a través de la gracia sacramental cambiando su ser. Es lo que sucede en el bautismo, la confirmación y la ordenación sacerdotal, que consagran al sujeto imprimiendo en su ser un sello indeleble, que llamamos carácter sacramental; esta consagración cambia al sujeto ontológicamente. (Los demás sacramentos cambian al sujeto accidentalmente, a través de la gracia sacramental especifica).

Cualquier otro tipo de consagración no sacramental es desarrollo de la consagración bautismal y depende de ella.

  1. La consagración por voto. El hombre libremente se ofrece a Dios, se consagra. Basta la voluntad humana que Dios acepta. Esta consagración está acompañada de la gracia, y da nuevas gracias para cumplir con el nuevo estado que se adquiere, pero no cambia el ser de la persona, sino su estado dentro de la Iglesia; por ejemplo, la consagración de las vírgenes, los votos religiosos, etc., los cuales son una consagración aprobada y recibida por la Iglesia, no basta la sola emisión del sujeto (cfr. c. 573).
  1. Las consagraciones sin voto. Aquí entrarían las consagraciones, por ejemplo al Sagrado Corazón de Jesús, al Inmaculado Corazón de María, etc. Estas consagraciones no cambian el ser de la persona ni su estado eclesial. Se trata de un cambio accidental de relación. Por ejemplo, en las consagraciones marianas se entabla una nueva relación con María, para que ella nos lleve a Dios, es una relación más estrecha y profunda que es como tener un nuevo vínculo permanente con ella. Éstas pueden ser de dos tipos:
  1. La consagración personal: Es un acto consciente, voluntario y libre por medio del cual un cristiano, ejercitando su sacerdocio común recibido en el bautismo, se pone de un modo más intenso en relación con Dios Trino (o en relación con Él a través de la Virgen María). En el caso de las consagraciones marianas, que son el más excelente culto que se rinde a la Virgen, el cristiano se pone de un modo más intenso bajo su mediación materna. Este tipo de consagración requiere un compromiso de vivir en estado de conversión y ha sido una práctica ampliamente realizada desde antaño en la Iglesia, la cual refleja por ejemplo en una oración del siglo III: “Bajo tu amparo nos acogemos…”(sub tuum praesidium…) y en la consagración a María de numerosos santos, por ejemplo: San Efraín de Siria + 373, San Ildefonso de Toledo + 667, San Juan Damasceno +749, San Odilio +1048, San Anselmo +1109, San Bernardo +1153, San Antonio María Claret +1870, San Maximiliano Kolbe + 1941, San Juan Pablo II + 2005, etc.; uno de los más grandes representantes y promotores de esta consagración ha sido San Luis María Grignon de Montfort (1673-1736)
  2. La consagración por potestad: Es la consagración que realiza quien tiene potestad sobre algo o sobre alguien.

La potestad es un derecho-deber de domino y autoridad sobre algo o alguien; se adquiere por derecho natural, por adquisición o designación y por encargo o ministerio. Veamos:

  • Por potestad Natural. La tiene un padre de familia sobre la prole, por lo que él puede consagrar a Dios o a la Virgen María su casa, su familia, etc.
  • Por potestad adquirida. La tiene por ejemplo, quien ha construido o adquirido una empresa, por lo que la puede consagrar junto con sus empleados; también la tiene el gobernante designado o elegido para ese cargo (de un estado confesional), él puede consagrar su territorio y la gente de su pueblo.
  • Potestad por ministerio. La tiene un sacerdote (obispo o presbítero) quien por esta potestad, que es además sobrenatural, puede consagrar, según el caso, su diócesis o su parroquia y a su feligresía. El Santo Padre puede consagrar el mundo entero o la Iglesia Universal.

Para esta consagración es conveniente una preparación, al menos de una porción de la grey, de modo que cuando se consagra una diócesis o una parroquia algunos de sus habitantes hagan también su consagración familiar o personal.

III. Fundamento teológico de la consagración por Potestad sacerdotal

Nuestro Señor Jesucristo en el momento en que iba “dar a luz” a la Iglesia en la cruz (cfr. CEC 766, LG 3, SC 5), encomendó María a Juan, uno de sus apóstoles (Jn 19,26-27), a quien había instituido sacerdote (Jn 20, 21-23); de acuerdo a la Tradición, en la última cena (cfr. Mt 26,26-29; Lc 22,7-13; Mc 14,12-16; 1Co 11,23-26) víspera de su pasión; a él le encargó cuidar a María como su madre (Jn 19,26-27). Este encargo implicaba cierta autoridad sobre ella, la autoridad que un hijo varón debía ejercer sobre su madre viuda. María libremente ha aceptado la “potestad” de este hijo adoptivo, e incluso la potestad de los demás apóstoles con respecto a su actuación en la Iglesia. Por esto, en sus legítimas apariciones, María siempre ha sometido su deseo o voluntad a la autoridad eclesial.

María, después de su asunción fue coronada como Reina de cielo y tierra (Cfr. CEC 966; LG 59). Ella es soberana de todo lo creado por voluntad divina; sin embargo, no quiere tomar posesión de la realidad humana, si el hombre y los sacerdotes no se la consagran. En la consagración de las realidades humanas a María se cumplen las palabras del Magníficat (Lc 1,48) en el que todas las generaciones ante el asombro por las grandes maravillas que el Señor ha hecho en ella, la alaban y la proclaman dichosa.

El sacerdote, por la recepción del sacramento del orden, ha recibido la potestad sacerdotal por participación; es la misma de Cristo – Cabeza (CEC 1142, PO 2 y 15) y por ella, entre otras muchas acciones sacerdotales, puede consagrar su templo, su parroquia o su feligresía a Dios Trino o a la Virgen María.

Sin embargo podríamos preguntarnos ¿por qué la consagración a una mujer y no a Dios Trino directamente? María es la esclava del Señor, nadie como ella ha hecho suyo el plan salvífico de Dios, lo ha aceptado y ha participado en él de una manera única. María no quiere otra cosa que lo que Dios quiere. Esta asociación al plan salvífico de Dios la ha hecho mediadora (CEC 969; LG 62) por participación de la única mediación, la de Jesucristo, de modo que consagrarse a ella, a su Inmaculado Corazón, es decir, a su persona sin mancha, es voluntad divina.

Aunque la consagración a María establece un vínculo permanente, es posible renovarse cuantas veces se crea conveniente, pues, así como en la Pascua o periodo pascual renovamos nuestra consagración y promesas bautismales, así también se pueden renovar las consagraciones marianas.

SALVEMOS VIDAS. SEMBREMOS ESPERANZA. ESCUCHEMOS SUS LATIDOS.