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CUARENTA DÍAS DE AYUNO, ORACIÓN Y LIMOSNA

Cuaresma significa «cuarenta». El 40 es pues, un número simbólico que expresa víspera, «preparación» intensa de algo importante que, para nosotros, es la PASCUA.

La Cuaresma dura 40 días y nos recuerda varios momentos importantes de la Historia de la Salvación; el diluvio que duró 40 días y 40 noches, los 40 años que el pueblo de Israel camino en el desierto camino a la tierra prometida, Moisés aguardó 40 días antes de subir al Sinaí, Elías caminó durante 40 días hacia el Horeb, Jesús se retiró durante 40 días en el desierto.

La Cuaresma es el tiempo litúrgico de conversión, que marca la Iglesia para prepararnos a la gran fiesta de la Pascua. Es tiempo para arrepentirnos de nuestros pecados y de cambiar algo de nosotros para ser mejores y poder vivir más cerca de Cristo.

La Cuaresma es un tiempo apropiado para purificarnos de nuestras faltas y pecados pasados y presentes que han herida el corazón de nuestro Padre, Dios; esta purificación la lograremos mediante unas prácticas recomendadas por nuestra Santa Madre Iglesia. Estas prácticas son el ayuno, la oración y la limosna (cf. Mt 6,1-6.16-18).

Ayuno no sólo de comida y bebida, que también será agradable a Dios, pues nos servirá para templar nuestro cuerpo, a veces tan caprichoso y tan regalado, y hacerlo fuerte y pueda así acompañar al alma en la lucha contra los enemigos de siempre: el mundo, el demonio y nuestras propias pasiones desordenadas. Ayuno y abstinencia, sobre todo, de nuestros egoísmos, vanidades, orgullos, odios, perezas, murmuraciones, deseos malos, venganzas, impurezas, iras, envidias, rencores, injusticias, insensibilidad ante las miserias del prójimo.

Limosna. No sólo la limosna material: unas cuantas monedas que damos a un pobre mendigo en la esquina. La limosna tiene que ir más allá: prestar ayuda a quien necesita, enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que nos lo pide, compartir alegrías, repartir sonrisa, ofrecer nuestro perdón a quien nos ha ofendido. La limosna es esa disponibilidad a compartir todo, la prontitud a darse a sí mismos.

Y, finalmente, oración. Si la limosna era apertura al otro, la oración es apertura a Dios. Sin oración, tanto el ayuno como la limosna no se sostendrían; caerían por su propio peso. En la oración, Dios va cambiando nuestro corazón, lo hace más limpio, más comprensivo, más generoso…en una palabra, va transformando nuestras actitudes negativas y creando en nosotros un corazón nuevo y lleno de caridad.

Ángelo Hernández

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